La primera asturiana en el techo del mundo rememora cómo consiguió el dinero para su ascenso después de fracasar
La joven mamá que se aburría en el monte
La primera asturiana que escaló el Everest lo hizo después de dos fracasos y muchas dificultades ajenas a la montaña. Si se hace caso al recuerdo de un momento en que la vida toma otra vía o acelera se puede decir que Rosa Fernández siente que llegó al techo del mundo en un tren de vía estrecha.
JAVIER CUERVO A 11.000 kilómetros de casa, 8.650 metros sobre el nivel del mar y 40 grados bajo cero Rosa Fernández se golpeaba las rodillas con las manos y movía los dedos de los pies dentro de la botas. A las seis de la mañana, cuando amanece y hace más frío, después de cinco horas de caminata en el tercer día de ataque a la cumbre, estaba en el segundo escalón del Everest, al pie de una pared de 60 metros, esperando que acabaran de bajar dos sherpas y dos escaladores. Al final de esa escalada está la arista que, entre vientos, lleva a la cumbre.
Seis años antes, cuando tenía 39, a su hija criada y una afición a la montaña algo tardía había ambicionado, por primera vez, escalar el Everest. Y empezó. En Shisha Pangma, la menor de las 14 cumbres del planeta que superan los 8.000 metros, abandonó por congelaciones. Subió 8.000 metros en Dhaulagiri pero la nieve era tan profunda que su grupo desistió porque abrir huella era costosísimo.
En 2003 se planteó subir el Everest por la cara sur, cogió la guía telefónica y buscó empresas que patrocinaran su aventura. Varios directores de marketing y publicidad recibieron a aquella mujer menuda, morena, con media melena negra y los ojos como iluminados por una linterna y escucharon con escepticismo su plan para ascender a la cima más alta de la Tierra.
Rosa Fernández se fue al Everest con un crédito de 18.000 dólares, subió hasta los 8.600 metros, hizo dos intentos de llegar a la cumbre y regresó a casa con su fracaso, su deuda y la certeza de que podía coronar el techo del mundo.
Eso fue lo que contó en el otoño del año siguiente, entre Ribadeo y Unquera, entre el mar y las montañas, con perspectivas que sólo la vía estrecha conoce, en el vagón restaurante del Transcantábrico, rodeada de deportistas, después de la cena del primer día de trayecto.
Aquel viaje del tren de vía estrecha que recorre con lujo y morosidad la España verde había «arrancado» el primer sábado de agosto en el Descenso del Sella. La periodista de la agencia Efe, Carmen Menéndez, y su amiga Esther Canteli, jefa de prensa de la Sociedad Regional de Promoción, coincidieron con Dimas Sañudo, entonces presidente de Feve. Carmen comentó que sería bonito hacer algo con deportistas asturianos en el tren. La idea gustó y cuajó.
Entre el ciclista Chechu Rubiera, el luchador Héctor Robles, la lanzadora de peso Martina de la Puente, la fondista Rocío Ríos, el piloto Javi Villa, el piragüista Manuel del Busto, ante Amador Robles, entonces director de operaciones de Feve, y espoleada por el entrenador de atletismo y profesor de educación física Juan José Azpeitia, aficionado a la montaña, Rosa contó su trayectoria y su esperanza.
El Transcantábrico hizo que su regreso al Everest fuera en alta velocidad. Consiguió el patrocinio de Feve y de aquella velada salió la organización de una cena para Navidades en el hotel España en la que se subastaron, entre doscientas personas, objetos de deportistas asturianos como el piloto Fernando Alonso y los futbolistas César y Esteban, para sufragar su viaje. Un artículo publicado en LA NUEVA ESPAÑA hizo que esta vez sonara su teléfono para ofrecerle el patrocinio de supermercados Masymas.
Con 20.000 dólares, Rosa contrató todo a una agencia nepalí: viaje, permisos, sherpas, cocinero, comida, alquiler de tiendas, gas, cuerdas fijas y recogida de basura. Voló a Madrid, a Doha (Qatar), Katmandú (Nepal) y Lhasa (capital del Tibet) y, desde allí, viajó en «jeep» seis días hasta el campamento base.
Si el campamento base y las bases uno, dos y tres se pudieran considerar un complejo hotelero sería el peor del mundo: hay poco oxígeno, se duerme y se come mal y se pasan frío e incomodidades. Sólo es cierto lo del «marco incomparable».
El primer día a 5.500 metros no hay manera de dormir. El menú de la estancia son lentejas, arroz, tortilla, carne seca de yak o de búfalo y abundancia de palomitas de maíz y patatas fritas.
El primer día que se asciende al campamento uno, a 6.000 metros, se sube poca cosa y se regresa al base para pasar toda una jornada de descanso. Si al día siguiente hace buen tiempo, se duerme por primera vez en el campamento uno y, si el alpinista se encuentra bien, sube 100 metros. Tácticas para acostumbrarse al castigo. A partir de 6.500 metros el cuerpo no recupera: todo es dañino y nada reparador.
El 21 de mayo de 2005, en el pre-monzón, con Dawa, el mismo sherpa que en el ascenso de los fracasos, después de 25 días de adaptación, Rosa tampoco estaba segura de sentir las manos. Tenía que llegar arriba antes de mediodía para regresar al campamento antes de la noche y mientras tanto aquellos enormes yanquis se entretenían en el descenso y la tenían parada ante la pared de 60 metros en la zona más dura antes de la cumbre.
A mitad de la escalada las manos le hicieron llorar lágrimas de dolor y de alegría porque duelen cuando no están congeladas. Los sherpas, un alpinista ruso y de Michael, un estadounidense con el que había compartido cocinero y parte del ascenso, comentaron a Dawa que nunca habían visto a nadie hablar tanto en la cumbre del Everest.
La fe sube montañas.
ResponderEliminarUna mujer con coraje si señor
ResponderEliminarUn abrazo!!
LO QUE VUELVE A DEMOSTRARME, QUE SÓLO UNO MISMO SE PONE LOS LIMITES, CUANDO SE LUCHA DE ESA MANERA, CON TANTA FÉ EN SI MISMO, LAS METAS, AÚN CON TANTO SUFRIMIENTO SE PUEDEN LOGRAR.... ¡¡BRAVO!!....
ResponderEliminarPOR ESTA MUJER, QUE CON SU HAZAÑA, NOS DA UN EJEMPLO SIN IGUAL...