Joaquín Vaquero Palacios (Oviedo 1900 - Madrid 1998), arquitecto y pintor ovetense donde pasa su infancia viviendo en la calle Paraíso de Oviedo. Su hijo Joaquín Vaquero Turcios es también artista (pintor, escultor y arquitecto).
Durante un tiempo (1950 - 1965) vive en Roma trabajando en la Academia Española de Bellas Artes, de la que llega a ser director. Durante este tiempo se dedica por entero a la pintura. En 1969 le nombran miembro de la Real Academioa de Bellas Artes de San Fernando. Entre sus proyectos podemos indicar los siguientes: Central de Grandas de Salime, sede Hidrocantábrico o la Fábrica de gas.
Premios y reconocimientos [editar]
* Primera Medalla de Arquitectura de la Exposición Nacional (1930)
* Primera Medalla de Bellas artes en la Exposición Nacional (1952)
- PREMIO AULA DE PAZ CAMIN DE MIERES 1995
* Medalla de Oro de la Arquitectura (1996)
* Académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid
La proximidad personal con Joaquín Vaquero Palacios, el profundo conocimiento de su obra y su archivo y el abordaje de los últimos veinte años de la obra del pintor y arquitecto ovetense son las principales bazas de «Vaquero», monografía de la que es autor Francisco Egaña Casariego y cuya presentación se celebrará el miércoles en la sede del Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Asturias, que ha patrocinado su publicación por la editorial gijonesa Trea. El hijo de Vaquero Palacios, el también pintor Joaquín Vaquero Turcios, y el autor del libro, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Valladolid y conservador de la casa-museo dedicada al polifacético artista ovetense en Segovia, presentarán una obra que, para el primero, queda como «un hito de referencia» en los estudios sobre su padre.
«Hacía años que no salía un estudio completo y se necesitaba una revisión de muchos aspectos inéditos. Además, el autor sabe muy bien de lo que habla porque pasó años junto a mi padre y trabajó mucho en su archivo, por lo que ha tenido acceso a documentos, declaraciones, fotografías y materiales que no eran de dominio público. Ha puesto orden en esos documentos y corregido errores que se habían ido acumulando», argumenta Vaquero Turcios, que firma un emotivo prólogo en el que recorre, a menudo literalmente de la mano, los 98 años de vida y obra de su padre.
Casi un siglo que nació con el propio siglo XX y que, impulsado por una arrolladora energía, Vaquero cruzó desplegando un infrecuente rastro de creatividad en la plástica y la arquitectura, cambiando de residencia, viajando por el mundo ante un niño cuyos ojos le acompañaron desde la fascinación ante el estudio en la casa madrileña de Serrano 85 hasta los últimos años de aquel anciano colosal que, paseando las cuestas segovianas, le decía a su hermana: «Mira, Adela, yo creo que a nuestra edad no está bien visto andar así y deberíamos arrastrar un poco los pies?»
Precisamente los años en los que esos pies ya se habían aquietado en Segovia, pero en los que la cabeza y el pincel seguían activos, constituyen la aportación más novedosa del libro. «Fueron casi dos décadas de actividad que no estaban en la monografía de Aguilera Cerni, que es de 1980», señala Egaña. En ese tiempo, en el que el artista tenía que conformarse con ver su amado paisaje castellano desde la terraza de su estudio, brota «un Vaquero que recapitula todos los paisajes que contempló y pintó, pero con una pintura más sugerente que real, una pintura más adelgazada y fluida».
Así, los montes de Somiedo, los volcanes guatemaltecos, las marinas cantábricas o mediterráneas se transforman en «paisajes recordados, entrevistos, entresoñados o soñados» a los que el pintor «vuelve con renovado sentir». La ordenación de su archivo, en la que Egaña participó, se convirtió en un venero para la actividad pictórica. «Ordenar aquellos papeles, las cartas de amigos, sus anotaciones, iba alimentando su pintura», recuerda el estudioso que, no obstante, también rememora a Vaquero haciendo acopio de aquella naturaleza a la que aún podía acceder, «en los jardines del Alcázar, donde contemplaba puestas de sol que luego pintaba con un colorido distinto».
Esa intimidad es uno de los puntales de «Vaquero» que «está escrito desde la proximidad». «Siempre he tenido en cuenta la opinión del artista; he revisado entrevistas y confrontado todo en largas conversaciones, de manera que no sea un libro de especulaciones», afirma Egaña. Su tesis última, conforme a todo ello, es que Vaquero aspiró a «plasmar los valores permanentes y estáticos del paisaje, los más construidos, como él decía, "desnudándolo", buscando lo que llamaba el "esqueleto geológico"». «Aporta a la paisajística española del siglo XX una dimensión trascendente en la que el paisaje se integra en una dialéctica de fondo entre hombre y naturaleza, junto una profunda proyección emocional, subjetiva, que utiliza el paisaje como pretexto para volcar en él sentimientos e ideas». Según Egaña, eso le sitúa junto a pintores como Díaz Caneja u Ortega Muñoz, entre quienes buscaron en el paisaje «un sentido del equilibrio y del orden», en el caso del ovetense, con una vocación de duración equiparable a la de la propia geología. No en vano dejó inscrita en su obra una poética lapidaria: «Todo lo que muere no me interesa».
"El análisis pictórico que yo he podido hacer de mi padre ha sido el más profundo, porque casi he sido su segundo yo", afirmó Turcios, autor de uno de los capítulos de una monografía que indaga a través de más de 200 páginas en el pensamiento estético y paisajístico de Vaquero Palacios. "Esta obra refleja ese quehacer en la vida y en la manera de pensar de mi padre", explicó.
Según el artista, "los momentos felices" que ha pasado observando los bocetos y la forma en la que su antecesor reflexionaba "de una manera inteligente" sobre cómo dibujar una montaña le han ayudado a entender que la pintura de Vaquero Palacios es el fiel reflejo de su trayectoria vital. "Tuvo épocas más oscuras, negras, que coinciden con las depresiones y los horrores de los años treinta y cuarenta".
Fruto de su experiencia en común, los dos han compartido en su producción "el gusto por las cosas bien hechas e inmensas, como las montañas y los valles". Pero también ha habido diferencias en el modo de plasmar ciertos detalles. "Mi padre veía los paisajes desde una perspectiva dramática y romántica, y yo quizás sí los entiendo también como algo dramático, pero más frío". Con todo, el peso que el primero ha ejercido en Turcios es indudable. "A veces esta influencia es evidente y otras no, pero al final la influencia es como la forma de la nariz, del ojo y de la cara en general. Es algo que no se esconde por mucho que te empeñes", dijo, y recordó que Vaquero Palacios "trabajó como un loco durante 98 años".
En la actualidad, ese inmenso legado se conserva en una casa-museo cercana al Alcázar de Segovia que el antecesor adquirió a mediados de los sesenta para convertirlo en su estudio, aunque a Turcios tampoco le importaría trasladar parte de él a Asturias. "Me gustaría poder traer algo aquí, pero este es un asunto que no se ha estudiado con la Administración del Principado", destacó el artista, quien cree que a su padre el reconocimiento le llega tras permanecer un tiempo "en el olvido".
Uy..qué interesante...Por aquí siempre se aprende ;)
ResponderEliminarUn abrazo ;)