Francisco de Goya y Lucientes (Fuendetodos, Zaragoza, 30 de marzo de 1746 – Burdeos, Francia, 15 de abril de 1828) fue un pintor y grabador español. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. En todas estas facetas desarrolló un estilo que inaugura el Romanticismo. El arte goyesco supone, asimismo, el comienzo de la Pintura contemporánea, y se considera precursor de las vanguardias pictóricas del siglo XX.
Tras un lento aprendizaje en su tierra natal, en el ámbito estilístico del barroco tardío y las estampas devotas, viaja a Italia en 1770, donde traba contacto con el incipiente neoclasicismo, que adopta cuando marcha a Madrid a mediados de esa década, junto con un pintoresquismo costumbrista rococó derivado de su nuevo trabajo como pintor de cartones para los tapices de la manufactura real de Santa Bárbara. El magisterio en esta actividad y en otras relacionadas con la pintura de corte lo imponía Mengs, y el pintor español más reputado era Francisco Bayeu, que fue cuñado de Goya.
Una grave enfermedad que le aqueja en 1793 le lleva a acercarse a una pintura más creativa y original, que expresa temáticas menos amables que los modelos que había pintado para la decoración de los palacios reales. Una serie de cuadritos en hojalata, a los que él mismo denomina de capricho e invención, inician la fase madura de la obra del artista y la transición hacia la estética romántica.
Además, su obra refleja el convulso periodo histórico en que vive, particularmente la Guerra de la Independencia, de la que la serie de estampas de Los desastres de la guerra es casi un reportaje moderno de las atrocidades cometidas y componen una visión exenta de heroísmo donde las víctimas son siempre los individuos de cualquier clase y condición.
Gran popularidad tiene su Maja desnuda, en parte favorecida por la polémica generada en torno a la identidad de la bella retratada. De comienzos del siglo XIX datan también otros retratos que emprenden el camino hacia el nuevo arte burgués. Al final del conflicto hispano-francés pinta dos grandes cuadros a propósito de los sucesos del levantamiento del dos de mayo de 1808, que sientan un precedente tanto estético como temático para el cuadro de historia, que no solo comenta sucesos próximos a la realidad que vive el artista, sino que alcanza un mensaje universal.
Pero su obra culminante es la serie de pinturas al óleo sobre el muro seco con que decoró su casa de campo (la Quinta del Sordo), las Pinturas Negras. En ellas Goya anticipa la pintura contemporánea y los variados movimientos de vanguardia que marcarían el siglo XX.
Francisco Goya Lucientes nació en 1746 en el seno de una familia de mediana posición social de Zaragoza, que ese año se había trasladado al pueblecito de Fuendetodos, situado a unos cuarenta kilómetros al sur de la capital, en tanto se rehabilitaba la casa donde vivían. Su padre era un artesano de cierto prestigio, maestro dorador, cuyas relaciones laborales sin duda contribuyeron a la formación artística de Francisco. Al año siguiente volvieron a Zaragoza, si bien los Goya mantuvieron siempre el contacto con el pueblo natal del futuro pintor, como revela el que su hermano mayor, Tomás, que siguió el oficio del padre, instalara allí su taller en 1789.
Cuando Francisco tenía poco más de diez años, ya comenzados sus estudios primarios probablemente en los Escolapios de Zaragoza, la familia atravesó dificultades económicas que pudieron obligar al jovencísimo Goya a ayudar con su trabajo a superar la crisis. Quizá este hecho explique que su ingreso en la Academia de Dibujo de Zaragoza, dirigida por José Luzán, no se produjera hasta 1759, una edad (trece años) algo tardía para lo que era habitual. De su actividad durante el aprendizaje con Luzán, que se prolongaría hasta 1763, se sabe poco, y, en palabras de Bozal, «nada [de la pintura de Goya] se conserva de aquellos años». Sin embargo, se han atribuido a esta etapa algunos cuadros de tema religioso que acusan el estilo barroco tardío napolitano de su primer maestro, que se puede percibir en Sagrada Familia con San Joaquín y Santa Ana ante el Eterno en gloria, datada, según José Manuel Arnaiz, entre 1760 y 1763.
Goya, en todo caso, es un pintor cuyo aprendizaje progresa lentamente, y su obra de madurez se revelará tarde. No es extraño que no obtuviera el primer premio en el concurso de pintura de tercera categoría convocado por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1763, en el que el jurado no le otorgó ningún voto en competencia con Gregorio Ferro. Tres años más tarde, esta vez en la convocatoria de primera clase, volvió a intentarlo a fin de obtener una beca de formación en Roma, de nuevo sin éxito.
Esta decepción pudo motivar su acercamiento al pintor Francisco Bayeu —con cuya familia tenían parentesco los Goya—, que había sido llamado a Madrid en 1763 por Mengs para colaborar en la decoración del Palacio Real de Madrid. En diciembre de 1764 un primo de Bayeu casó con una tía de Goya. Es muy probable que el pintor de Fuendetodos se trasladara a la capital de España por estas fechas en busca de protección y nuevo maestro, como indica el hecho de que Goya se presentara en Italia en 1770 como discípulo de Francisco Bayeu.
Tras los dos intentos frustrados de obtener apoyo material para llevar a cabo el obligado viaje para estudiar a los maestros italianos in situ, Goya, con sus propios recursos, parte hacia Roma, Venecia, Bolonia y otras ciudades italianas, donde consta su aprendizaje de la obra de Guido Reni, Rubens, El Veronés o Rafael, entre otros grandes pintores.
Acerca de su recorrido y actividades durante este viaje de estudios existe un valioso documento, un álbum de apuntes denominado Cuaderno italiano, que inaugura una serie de cuadernos de bocetos y anotaciones conservados en su mayor parte en el Museo del Prado. Estos álbumes se distinguen con una letra que va de la A a la H y que marca un orden cronológico. En ellos se encuentra el grueso de los dibujos de Goya, una expresión muy valiosa de su arte por la libertad y rapidez con que están ejecutados. En este terreno, sin embargo, es el Cuaderno italiano el más convencional, pues supone un cuaderno de trabajo, de ejercicios, más que un corpus de obra original.
En Parma concursa en una convocatoria pictórica, con tema obligado de género histórico, en la que, si bien no obtuvo el máximo galardón, sí una mención especial del jurado. Su Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes muestra cómo el aragonés se ha despojado de las convencionales composiciones de estampa devota aprendidas de José Luzán y del cromatismo tardobarroco (rojos, azules oscuros e intensos y glorias anaranjadas como representación de lo sobrenatural religioso) para adoptar una invención más arriesgada, inspirada en los modelos clasicistas, así como una paleta de tonos pasteles, rosados, suaves azules y grises perla.
Goya ha asumido con esta obra la estética Neoclásica, recurriendo a la alegoría mitológica en figuras, como el minotauro que representa las fuentes del río Po o la Victoria laureada bajando del cielo en el carro de la Fortuna.
Ya en 1771, Goya vuelve a España, quizá urgido por la enfermedad de su padre o por haber recibido el encargo de la Junta de Fábrica del Pilar de realizar una pintura mural para la bóveda del coreto de la capilla de la Virgen.
En estos años la actividad de Goya fue intensa. Decora con un gran fresco que terminó en 1772, La adoración del nombre de Dios, la bóveda del coreto de la Basílica del Pilar, obra que satisfizo a la Junta de Fábrica del templo. Inmediatamente emprende la realización de las pinturas murales de la capilla del palacio de los condes de Sobradiel, conjunto de pintura religiosa que fue arrancado en 1915 y dispersado en piezas que se conservan en su mayor parte en el Museo de Zaragoza. Destaca el que fue el techo, El entierro de Cristo, que se puede contemplar en el Museo de la Fundación Lázaro Galdiano.
Pero el mayor empeño lo constituye el conjunto de pinturas de la iglesia de la Cartuja del Aula Dei de Zaragoza, un monasterio situado a una decena de kilómetros a las afueras de la ciudad. Lo conforma un friso de grandes pinturas al óleo sobre muro que relata la vida de la Virgen desde sus antecedentes familiares (San Joaquín y Santa Ana) hasta la Presentación de Jesús en el templo. El esfuerzo culminó en 1774 y es muestra de la capacidad de Goya para este tipo de pintura de carácter monumental, que fue resuelto con formas rotundas y pincelada enérgica.
Si los emolumentos del encargo del coreto del Pilar habían sido inferiores a los que cobraban sus colegas, solo dos años después el impuesto de industria por el que cotiza 400 reales de plata era mayor del que pagó su primer maestro, José Luzán. Goya era ya el pintor más valorado de los que trabajaban en Aragón.
En cuanto a su vida personal, Goya se había casado con la hermana de Francisco Bayeu el 25 de julio de 1773 y tuvo el primer hijo el 29 de agosto de 1774. A finales de ese año, posiblemente gracias a la influencia de su cuñado, Goya es llamado por Mengs a la corte para trabajar como pintor de cartones para tapices. El 3 de enero de 1775 emprende el viaje a Madrid, donde comenzó una etapa que le llevaría a un trabajado ascenso social como pintor real, no exento, sin embargo, de puntuales decepciones.
La confección de tapices para las dependencias de la realeza española había sido un empeño de los Borbones que se ajustaba al espíritu de la Ilustración, pues se trataba de una empresa que fomentaba la industria de calidad. A partir del reinado de Carlos III, las estampas se esforzarán por representar motivos españoles, en línea con el pintoresquismo vigente en los sainetes teatrales de Ramón de la Cruz o las populares estampas grabadas por Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, Colección de trajes de España tanto antiguos como modernos (1777-1788), que tuvieron una enorme repercusión.
Para llegar al tapiz había de elaborarse un modelo previo en cartón, que servía de base en el telar y que reproducía un lienzo de alguno de los pintores secundarios que elaboraban bocetos y luego cuadros para tal fin. Entre estos figuraban José Camarón, Antonio González Velázquez, José del Castillo o Ramón Bayeu; todos ellos bajo la dirección de Francisco Bayeu y Mariano Salvador Maella, y en última instancia, por Anton Raphael Mengs. Este fue además el rector del gusto neoclásico en España, aunque solo pudo ocuparse personalmente, en el periodo en que trabajó Goya, de la dirección de la Real Fábrica de Tapices entre 1775 y 1776, fecha en la que parte hacia Roma.
Goya comienza su labor, menor como pintor, pero importante para introducirse en los círculos aristocráticos, con la dificultad añadida de conjugar el Rococó de Tiépolo y el Neoclasicismo de Mengs para alcanzar el estilo apropiado para unos cuadros destinados a la decoración de las estancias reales, donde primaba el buen gusto y la observación de las costumbres españolas; todo ello, además, dotando a la escena de encanto no exento de variedad en la unidad. No es aún realismo pleno —si bien algunos de sus óleos para cartones denotan verismo, como La nevada (1786) o El albañil herido (1787)—, pero sí fue necesario alejarse tanto del barroco tardío de la pintura religiosa de provincias como del ilusionista Rococó, inadecuado para obtener una impresión de factura «del natural» (como pedía siempre el pintoresquismo). También era necesario distanciarse de la excesiva rigidez academicista del Neoclasicismo, que no favorecía la narración y la vivacidad en la anécdota requerida en estas imágenes de costumbres, protagonizadas por tipos populares o aristócratas disfrazados de majos y majas, como se puede apreciar en La gallina ciega (1789). Lo pintoresco necesita que el espectador sienta que el ambiente, los tipos, los paisajes y escenas son contemporáneos, cotidianos, como los que puede contemplar él mismo; pero a la vez, la vista debe ser entretenida y despertar la curiosidad, pues de lo contrario carecería de interés. Por otro lado, el realismo capta el motivo individualizándolo; los personajes de la pintura de costumbres son, en cambio, tipos representativos de un colectivo.
La actividad de Goya para la Real Fábrica de Tapices se prolongó durante doce años, de 1775 a 1780 en un primer quinquenio de trabajo y de 1786 hasta 1792 (otros siete años), año en que una grave enfermedad, que le provocó su sordera, lo alejó definitivamente de esta labor.
Realizada en 1775, consta de nueve cuadros de tema cinegético realizados para la decoración del comedor de los Príncipes de Asturias —los futuros Carlos IV y María Luisa de Parma— en El Escorial. A la serie pertenecen La caza de la codorniz, aún muy influido por las maneras de los hermanos Bayeu, Perros en traílla o Caza con mochuelo y red.
Se pueden distinguir dos grupos de encargos cuyo tema es la representación de diversiones populares, generalmente de ocio campestre, como correspondía a la ubicación del Palacio. Es por ello por lo que se insiste en localizar las escenas en la ribera del Manzanares. Los ejecutados entre 1776 y 1778, destinados al comedor de los Príncipes en el Palacio de El Pardo, y los realizados en 1778 y 1780 para el dormitorio de dicho palacio.
El primer grupo comienza con La merienda a orillas del Manzanares entregado en octubre de 1776 e inspirado en el sainete homónimo de Ramón de la Cruz. Le siguen Paseo por Andalucía (también conocido como La maja y los embozados), Baile a orillas del Manzanares y, quizá su obra más lograda de esta serie, El quitasol, un cuadro que logra un magnífico equilibrio entre la composición de raigambre neoclásica en pirámide y los efectos cromáticos propios de la pintura galante.
A la antecámara y el dormitorio principesco pertenecen La novillada, donde gran parte de la critica ha querido ver un autorretrato de Goya en el joven torero que mira al espectador, La feria de Madrid (ilustración de un pasaje de El rastro por la mañana, otro sainete de Ramón de la Cruz), Juego de pelota a pala y El cacharrero, donde muestra su dominio del lenguaje del cartón para tapiz: composición variada pero no inconexa, varias líneas de fuerza y distintos centros de interés, reunión de personajes de distintos estratos sociales, calidades táctiles en el bodegón de loza valenciana del primer término, dinamismo de la carroza, difuminado del retrato de la dama del interior del carruaje, y, en fin, una plena explotación de todos los recursos que este género de pinturas podía ofrecer.
Tras un periodo (1780-1786) en el que Goya emprendió otros trabajos, cuales fueron su dedicación a ejercer de retratista de moda de la clase pudiente madrileña y la recepción del encargo de pintar un cuadro para San Francisco el Grande de Madrid y una de las cúpulas de El Pilar, retoma su trabajo como oficial de la fábrica de tapices en 1786 con una serie dedicada a la ornamentación del comedor del Palacio de El Pardo.
El programa decorativo comienza con un grupo de cuatro cuadros alegóricos a las estaciones del año (entre los que descuella La nevada o El invierno, con su paisaje de tonos grisáceos y el verismo y dinamismo de la escena), para continuar con otras escenas de alcance social, como Los pobres en la fuente o El albañil herido.
Además de los trabajos dedicados al ornato del comedor de los príncipes se documentan algunos bocetos realizados como preparación a las telas que iban a decorar el dormitorio de las infantas en el mismo palacio. Entre ellos encontramos una obra maestra, La pradera de San Isidro que, como es habitual en Goya, es más audaz en los bocetos y más «moderno» (por su uso de una pincelada enérgica, rápida y suelta) que en los lienzos ya rematados. Debido a la inesperada muerte del rey Carlos III en 1788, este proyecto quedó interrumpido, si bien otro de los bocetos dio lugar a uno de sus más conocidos cartones: La gallina ciega.
Con destino al despacho del recién proclamado rey Carlos IV en El Escorial emprende la ejecución de otra serie de cartones entre 1788 y 1792 cuyos temas adquieren matices satíricos, aunque siguen dando cuenta de aspectos alegres de la sociedad española de su tiempo. Así aparecen de nuevo juegos al aire libre protagonizados por jóvenes, como en Los zancos, muchachos (Las gigantillas) o las mujeres que en El pelele parecen regocijarse en el desquite de la dominante posición social del hombre, manteando a un muñeco grotesco.
Comienzan con esta serie a aparecer los comentarios críticos hacia la sociedad de su tiempo que se desarrollarán más adelante, especialmente en su obra gráfica, cuyo ejemplo más temprano es la serie de Los caprichos. Aparecen ya en estos cartones rostros que anuncian las caricaturas de su obra posterior, como puede apreciarse en la cara de facciones simiescas del novio de La boda (1792).
Desde su llegada a Madrid para trabajar en la corte, Goya tiene acceso a las colecciones de pintura de los reyes, y el arte del aragonés tendrá en la segunda mitad de la década de 1770 un referente en Velázquez. La pintura del maestro había sido elogiada en 1780 en un discurso pronunciado por Jovellanos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en el que alababa el naturalismo del maestro sevillano frente a la excesiva idealización de los defensores neoclásicos de una pretendida Belleza Ideal.
En la pintura del gran maestro sevillano, Jovellanos apreciaba valores originales de invención, técnica pictórica (manchas de pintura formando brillos que el ilustrado gijonés denominó «efectos mágicos») y defensa de la tradición propia que, según el asturiano, no desmerecía de la francesa, flamenca o italiana, dominante en la pintura dieciochesca en la Península. Goya pudo hacerse eco de esta corriente de pensamiento y en 1778 publica una serie de grabados al aguafuerte que reproduce cuadros de Velázquez. La colección fue muy bien recibida, pues la sociedad española demandaba reproducciones de las pocas accesibles pinturas de los sitios reales. Las estampas fueron elogiadas por Antonio Ponz en el tomo octavo de su Viaje de España, publicado ese mismo año.
También en sus cuadros Goya aplica los ingeniosos toques de luz velazqueños, la perspectiva aérea y un dibujo naturalista, visibles en el retrato de Carlos III cazador (hacia 1788), cuyo rostro arrugado recuerda el de los hombres maduros del primer Velázquez.
Goya se granjea en estos años la admiración de sus superiores, en especial la de Mengs «a quien tenía asombrado la facilidad con que hacía [los cartones]». Su ascenso social y profesional es notable y así, en 1780, es nombrado por fin académico de mérito de la Academia de San Fernando. Con motivo de este acontecimiento pinta un Cristo crucificado de factura ecléctica donde muestra su dominio de la anatomía, la luz dramática y los medios tonos, en un homenaje que recuerda tanto al Cristo de Mengs, como al de Velázquez.
A lo largo de toda la década de 1780 entra en contacto con la alta sociedad madrileña, que solicita ser inmortalizada por sus pinceles, convirtiéndose en su retratista de moda. Fue decisiva para la introducción de Goya en la elite de la cultura española su amistad con Gaspar Melchor de Jovellanos y Juan Agustín Ceán Bermúdez, historiador del arte. Gracias a ello recibe numerosos encargos, como los del recién creado (en 1782) Banco de San Carlos y del Colegio de Calatrava de Salamanca. De suma importancia fue también su relación con la pequeña corte que el infante don Luis de Borbón se había creado en Arenas de San Pedro (Ávila), junto al músico Luigi Boccherini y otras figuras de la cultura española. Don Luis había renunciado a todos sus derechos sucesorios al casar con una dama aragonesa, María Teresa Vallabriga, cuyo secretario y gentilhombre de cámara tenía lazos familiares con la familia Bayeu. De su conocimiento dan cuenta varios retratos de la Infanta María Teresa (uno de ellos ecuestre) y, sobre todo, La familia del infante don Luis (1784), uno de los cuadros más complejos y logrados de esta época.
Por otro lado, el ascenso del José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca a la cúspide de la gobernación de España y la buena opinión que tenía de la pintura de su compatriota, le proporcionó algunos de sus más importantes encargos: dos retratos del Primer Ministro, entre los que destaca el de 1783, El Conde de Floridablanca y Goya, que refleja el acto in fieri del propio Goya autorretratado como pintor que muestra el cuadro que está pintando al ministro, jugando con la idea de la mise en abyme.
Sin embargo, quizá el más decidido apoyo de Goya fue el de los Duques de Osuna (familia a la que retrató en el afamado Los duques de Osuna y sus hijos), en especial el de la duquesa María Josefa Pimentel, una mujer culta y activa en los círculos ilustrados madrileños. Por esta época estaban decorando su quinta de El Capricho y para tal fin solicitaron a Goya una serie de cuadros de costumbres con características parecidas a las de los modelos para tapices de los Sitios Reales, que fueron entregados en 1787. Las diferencias con los cartones para la Real Fábrica son notables. La proporción de las figuras es más reducida, con lo que se destaca el carácter teatral y rococó del paisaje. La naturaleza adopta un carácter sublime («Lo Sublime» del paisaje era una categoría definida por entonces en las preceptivas estéticas). Y sobre todo se aprecia la introducción de escenas de violencia o desgracia, como sucede en La caída, donde una mujer acaba de desplomarse desde un árbol sin que sepamos de la gravedad de las heridas sufridas, o en el Asalto de la diligencia, donde vemos a la izquierda un personaje que acaba de recibir un disparo a bocajarro mientras los ocupantes de un carruaje son desvalijados por una partida de bandoleros. En otro de estos cuadros, La conducción de una piedra, de nuevo destaca lo innovador del tema, el trabajo físico de los obreros de las capas humildes de la sociedad. Esta preocupación incipiente por la clase obrera habla no solo de la influencia de las preocupaciones del Prerromanticismo, sino también del grado de asimilación que Goya había hecho del ideario de los ilustrados que frecuentó.
De este modo Goya va ganando prestigio, y los ascensos se suceden. En 1785 es nombrado Teniente Director de Pintura de la Academia de San Fernando (semejante al puesto de subdirector), y en 1789, a sus cuarenta y tres años y tras la subida al trono del nuevo rey Carlos IV y hacer su retrato, Pintor de Cámara del Rey, lo que le capacitaba para ejecutar los retratos oficiales de la familia real a la par que obtenía unas rentas que le permitían darse el lujo de comprarse coche y sus tan deseados «campicos», como reiteradamente le escribía a Martín Zapater, su amigo de siempre.
En mayo de 1823, las tropas del duque de Angulema toman Madrid con objeto de restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII y se produce una inmediata represión de los liberales que habían apoyado la constitución de 1812, vigente de nuevo durante el Trienio Liberal. Goya temió los efectos de esta persecución (consta que Leocadia Weiss, su compañera, también) y marchó a refugiarse a casa de un amigo canónigo, José Duaso y Latre. Al año siguiente solicita al rey un permiso para convalecer en el balneario de Plombières que le fue concedido.
Goya llega a mediados de 1824 a Burdeos y aún tiene energía para marchar a París en verano, volviendo a Burdeos en septiembre donde residiría hasta su muerte. Su estancia francesa solo se vio interrumpida en 1826, año en que viaja a Madrid para cumplimentar los trámites de su jubilación, que consiguió con una renta de cincuenta mil reales sin que Fernando VII pusiera impedimentos a ninguna de las peticiones del pintor.
Los dibujos de estos años, recogidos en el Álbum G y el H o bien recuerdan a Los Disparates y a las Pinturas Negras, o bien poseen un carácter costumbrista y recogen estampas de la vida cotidiana de la ciudad de Burdeos recogidas en sus habituales paseos, como ocurre con el óleo La lechera de Burdeos (hacia 1826). Varios de ellos están dibujados con lápiz litográfico, en consonancia con la técnica de grabado que está practicando por estos años, y utiliza en la serie de cuatro estampas de Los toros de Burdeos. En los dibujos de estos años tienen presencia dominante las clases humildes y los marginados. Ancianos que se muestran en actitudes juguetonas o circenses, como el «Viejo columpiándose» —custodiado en la Hispanic Society— o dramáticas, como el que se supone contrafigura de Goya —aunque no autorretrato—, un barbudo anciano que camina con la ayuda de bastones titulado «Aún aprendo».
También siguió pintando al óleo. Leandro Fernández de Moratín, en su epistolario, principal fuente de noticias sobre la vida de Goya en estos años, escribe a Juan Antonio Melón que «pinta que se las pela, sin querer corregir jamás nada de lo que pinta». Destacan los retratos a sus amigos, como el que hace al propio Moratín a su llegada a Burdeos que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao o aquel en el que retrata a Juan Bautista de Muguiro en mayo de 1827.
Pero sin duda destaca La lechera de Burdeos, lienzo que ha sido visto como un directo precursor del impresionismo. El cromatismo se aleja de la oscura paleta característica de sus Pinturas Negras. Presenta matices de azules y los toques rosados. El motivo, una joven, parece revelar la añoranza de Goya por la vida juvenil y plena. Hace pensar este canto del cisne en un compatriota posterior, Antonio Machado que, también exiliándose de otra represión, guardaba en su bolsillo los últimos versos donde escribió «Estos días azules y este sol de la infancia». Del mismo modo, acabada su vida, Goya rememora el color de sus cuadros para tapices y acusa la nostalgia de su juventud perdida.
Por último, hay que señalar la serie de miniaturas sobre marfil que pintó en estos años usando la técnica del esgrafiado sobre negro. Inventa en dichos diminutos marfiles figuras caprichosas y grotescas. La capacidad de innovar las texturas y las técnicas del ya anciano Goya no se había agotado.
El 26 de marzo de 1828 le visitaron en Burdeos su nieto Mariano y su hijo Javier. La emoción quebrantó su ya delicado estado de salud y le obligó a guardar cama, postración de la que ya no se recuperará. Muere el 15 de abril de 1828. Sus restos descansan hoy en la ermita de San Antonio de la Florida de Madrid.
Se puede estudiar la evolución del aspecto físico e incluso aspectos de la condición humana de Goya haciendo un recorrido por las numerosas obras en que reflejó su autorretrato, tanto en óleos como en dibujos; unas veces con su efigie, otras de cuerpo entero y en numerosas ocasiones incluido en el conjunto de un cuadro de grupo.
El autorretrato más temprano que se conoce fue realizado hacia 1773 (óleo sobre tabla, 58 x 44 cm, colección Zurgena, Madrid), y da cuenta de su imagen tras la vuelta de su viaje a Italia de 1770, si bien Juan J. Luna es partidario de una datación anterior a este año, considerándolo un retrato hecho para que su familia lo tuviera presente ante su inmediato viaje. Aparece con larga melena, evocando posiblemente la imagen de los maestros barrocos, con una actitud de firmeza, seguridad en sí mismo y un punto de rebeldía a juzgar por la cabellera suelta que le cae hasta los hombros. Pintado con minuciosidad, destaca un rostro redondeado, nariz algo chata y una constitución gruesa, aunque de noble prestancia.
Hay que esperar hasta la década de los años ochenta del siglo XVIII para encontrar una nueva imagen del artista. Esta vez aparece con el cuerpo perfil pintando un gran lienzo y mirando hacia el espectador. Despojado de atributos relacionados con su cargo de pintor real, gira su rostro hacia el motivo que pinta, dándonos así una imagen del mismo en ligero escorzo. La pincelada es aquí más suelta, Goya aparece vestido con ropa cómoda en un interior, adelantando el modelo de retrato burgués que le será propio a partir de estos años.
De la misma época es el autorretrato que incluye en la pintura para una de las capillas de San Francisco el Grande Predicación de San Bernardino de Siena, donde el pintor reafirma su personalidad apareciendo en una de las obras que emprendió con mayor ambición. Asimismo aparece en en el Retrato del Conde de Floridablanca de 1783 y en la obra que dedicó al año siguiente a representar la familia del infante Luis de Borbón. Más tarde, en 1800, aparecerá pintando un gran lienzo, al modo que lo hizo Velázquez en Las Meninas, en el retrato de la familia de Carlos IV.
También existen numerosos dibujos en que el artista se autorretrata. El busto con peluca del Museo de Bellas Artes de Boston a grafito, también de hacia 1783, el del Museo de Arte Moderno de Nueva York con sombrero de tres picos (pluma y tinta sepia, colección Lehman, h. 1790 o quizá anterior a 1783, a juzgar por el atuendo dieciochesco y la robustez del rostro), y otro de alrededor de 1800, pintado a tinta china y aguada. Ha sido muy comentado este último retrato en el que aparece su cara totalmente de frente y orlada con una melena medusea unida por las patillas a la barba, contorneando todo el óvalo del rostro, con una mirada de con gran intensidad. Ha sido visto como un retrato plenamente romántico que guarda curiosas similitudes con los que dibujó el surrealista Antonin Artaud tras la Segunda Guerra Mundial.
Entre los años 1797 y 1799 Goya trabaja en la estampación de la serie de Los caprichos. Para su frontispicio dudó entre dos imágenes que contienen sendos autorretratos. En un primer momento pensó en situar al frente la que luego será la estampa n.º 43, «El sueño de la razón produce monstruos», en uno de cuyos dibujos preparatorios (h. 1797) se aprecia la imagen del artista reclinado y rodeado de sueños de pesadilla constituidos claramente por la representación de su rostro. Sin embargo se decantó finalmente por abrir Los caprichos con su autorretrato Francisco Goya y Lucientes, pintor, con sombrero de copa, descrito en la época como de gesto satírico, en alusión a la intención crítica de esta colección. De él se conserva un dibujo previo de busto completo. En otro borrador dibujado previamente al Sueño de la mentira y la inconstancia, estampa destinada a Los caprichos que no llegó a ser incluida en la serie, también se ve a Goya en relación con la imagen de una mujer que tiene rasgos de la Duquesa de Alba y aparece con dos rostros, cual Jano bifronte, lo que de nuevo lleva a pensar en un posible despecho amoroso sufrido por el artista.
Es muy significativo un pequeño retrato de cuerpo entero conservado en la Academia de San Fernando y pintado entre 1790 y 1795: el llamado Autorretrato en el taller. El artista de perfil, a contraluz, lleva un extraño sombrero en el que hay unos soportes para poner velas, con las que se supone que pintaba de noche. Nos habla de su actividad como intelectual (la luz destaca una mesita con recado de escribir) y de su aprecio por la actividad alejada de los encargos oficiales. En esta época renunció a labores como pintor de cartones para tapices alegando motivos de salud, pero el cuadro nos lo muestra activo (como ratifica su biografía de estos años) y gozando de la pintura que se alejaba de los encargos oficiales.
Otros dos autorretratos al óleo muy parecidos de busto corto con gafas se encuentran en el Museo Goya de Castres y en el Museo Bonnat de Bayona, ambos en Francia. Adopta en ellos la pose de un tertuliano burgués, vestido como sus amigos ilustrados Jovellanos o Saavedra.
De su senectud hay también testimonios. Dos magníficos autorretratos casi idénticos realizados en 1815, uno donado por Javier Goya a la Academia de San Fernando y otro que se encontraba probablemente en la Quinta del Sordo, pues figura en el inventario que Antonio Brugada realizó a la muerte del artista aragonés de las Pinturas Negras en 1828 y desde 1872 se aloja en el Museo del Prado. La firma del primero reza «Fr. de Goya, aragonés por el mismo». El del Museo del Prado muestra al artista con actitud más sencilla, una vez desaparecida la urgencia de afirmarse personal y profesionalmente de sus anteriores autorretratos.
La última imagen conocida de la mano del propio artista es un dibujo de 1824 conservado en el Museo del Prado con su rostro de perfil y tocado con una gorra con la apostura cercana al de la portada de Los caprichos.
Sin duda un gran pintor, y su historia muy rica por cierto, un gusto conocer más sobre su vida y obra. Un cariño tía Elsa.
ResponderEliminarOlha,
ResponderEliminara palavra parada;
Luta,
por letras ocultas;
Ouça,
os versos internos
Solta,
a nudez poética;
Escreva-se,
poesia
ao menos um dia,
Seja.
(Maísa)
Desejo uma linda semana com muito amor, esperança e carinho.
Abraços.
Eduardo Poisl
un grande artista, geniale.... come la maggior parte dei personaggi di quel periodo. a volte rimango basito nell'osservare i capolavori fatti secoli fa soprattutto con i mezzi dell'epoca
ResponderEliminarHOLA CORAZON PRECIOSO COMO ESTAS ESPERO QUE MUY BIEN
ResponderEliminarBUENO TE VOY A CONFESAR UNA COSA NUNCA FUI MUY BUENA EN LA ESCUELA PERO GRACIAS A TI ESTOY APRENDIENDO MUCHO
BUENO CORAZON EN MI BLOG DEJE UN REGALO PARA MIS AMIGOS Y TU ESTAS ENTRE ELLOS ESPERO QUE VAYAS POR EL
TE DEJO MIL BESITOS Y CUIDATE MUCHO
Hola: la verdad que hacia un tiempito que no pasaba por aqui pero siempre aprendo un poco mas contigo me gusta todo lo que pones en tu blog te mandamos un besote con mucho carino amalia y yadhira
ResponderEliminarMuito interessante tua explicação sobre Goya.Uma aula, com certeza.Vou voltar aqui seguidamente.Parabéns pelo blog multicultural que tens.
ResponderEliminarBuena entrada sobre el precursor del arte contemporáneo
ResponderEliminarsaludos
Hay pintores, como Velázquez o Goya, que son verdaderos lujos para la cultura de cualquier país. Nunca le valoraremos lo suficiente.
ResponderEliminarUn saludo.
Lo cierto es que como dice Fernando tanto Goya como Velázquez son exquísitos y son patrimonio de nuestro país como por ejemplo Gaudí o la Catedral de León.
ResponderEliminarUn saludo
Excelente este texto sobre Goya. Magnífico.
ResponderEliminarSaludos
Muy bello e interesante todo. Ha sido una grata caminata por este sitio. Encontré la puerta abierta y entré y vaya si valió la pena! Acá si que se disfruta y aprende. ¡Felicitaciones! Volveré... por favor no cierres la puerta.
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